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Actualización: 24/01/2012

Leopoldo María Panero

Esquizofrénicas o La balada de la lámpara azul

Por Luis Antonio de Villena

Himnos a las divinidades infernales

 

Leopoldo María Panero (Madrid, 1948) se ha convertido -no digo que voluntariamente, pero nunca le disgustó antaño ese camino- en el maldito oficial y al tiempo en el maldito más maldito (no hay contradicción) de la última literatura española. Un malditismo que le va acercando ya al mito -trágico sin duda- desde el momento en que varios cantantes, presididos por Enrique Bunbury, han escogido su figura y sus textos como emblema de un cancionero rebelde. Sin embargo en el nuevo libro de poesía de Panero (el segundo este año tras Danza de la Muerte) sus lectores no encontrarán demasiadas novedades, ni en la forma ni en la desesperación. Un hombre herido se queja dolientemente de la vida en poemas que tienden a ser fragmentos y que invocan reiteradamente a la nada y al poema mismo como aparente objeto de salvación. La metapoesía de Leopoldo María es ambigua, aunque está claro que busca en la escritura otra salvación y aún quizás una terapia. La nada, sin embargo, es un deseo apabullante. El deseo de un hombre que sufre y que se acoge a una faceta de la tradición romántica -no en balde cita a Espronceda- para reclamar un mundo mejor.

 

La primera parte del libro ("Himnos a las divinidades infernales") da la pista sobre un mal, que en realidad no hace sino reclamar el bien, como supieron todos los grandes románticos, empezando por el personal teatro byroniano. Si este mundo que nos daña es el Bien -como afirma el Poder- entonces sin duda necesitamos una creación distinta, un mundo otro, que sólo como contradicción se pone bajo la advocación del Mal. Ese mal sería, en realidad, el símbolo del verdadero bien, que aún sólo intuimos. Ese es el gran grito -a menudo roto- de Leopoldo María Panero: que perezca este mundo y el hombre que confortablemente vive en él para que surja otra cosa, o al menos, la nada.

("Ah Riambaut dit d'Aurenga / en pie contra el hombre con su espada / luz de la nada").

Entre pistas y máscaras culturales típicas de su generación (Rimbaud, Lou Reed, Kafka, Borges...) y la aludida recurrencia metapoética, el rito de Leopoldo María Panero, su oración sin dios, su grito, su desesperación, tan visible en el físico mismo del poeta, es casi siempre idéntica: Perezca yo y cambie la vida. Reine la nada, vuelva la nada. Acaso el reino del poema... Como dije no hay sorpresas para el lector habitual de Leopoldo María, aunque el daño persevere. La pregunta inevitable es si esta poesía -indudablemente llena de verdad- está a la altura de los libros más clásicos del poeta, como Narciso en el acorde último de las flautas (1980), por ejemplo. El Panero de hoy es aún más desesperado que aquel -que ya era terrible- pero los poemas son invariablemente más fragmentados y reiterados porque el creador (herido, realmente herido) no puede ya ir más lejos. Ni puede tampoco levantar el edificio lingüístico, ahora inevitablemente sólo esbozado o gritado... Aquí tenemos a un alto poeta roto. A un singular poeta que -ahora mismo- no puede dejar de confundirse con el hombre desdichado que, en diversos manicomios, ya más de veinte años, sufre. Confusión inevitable.

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