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Si el bello Hipólito consagrado por completo a la diosa estaba, y fundaba en ello su gozo y su orgullo sin límites, Marcela, la más hermosa, en cambio nos declara que la conversación honesta con las zagalas de su aldea y el cuidado de sus cabras la entretiene y le basta. "Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos", afirma claramente, sin intención de entregarse a hombre, dios, o diosa alguna. Los árboles y las aguas son su compañía, y las montañas el límite de su deseo. Le gusta comparar su hermosura con el veneno de las víboras a quienes les fue dado por naturaleza. Una sor Juana tendría Marcela como par, y al igual que ella Cervantes hace uso de alguna treta, la proba honestidad de Marcela por ejemplo, para dar vuelta certera y directa al discurso, no del obispo, pero sí de los pastores que confirman la razón de aquél por las aldeas: pretendiendo acusarla por hermosa, no lograrán condenarla por honrada. Sólo a sí misma quiere entregarse Marcela, y ni siquiera a don Quijote es concedido "ofrecerle todo lo que él podía en su servicio", fracaso éste que también realza la inteligencia y la grandeza de Cervantes.
Por Diana Bellessi
En la novela de Cervantes no es otra que la hermosa Dorotea, a quien don Quijote cree -como le cuentan en su propio idioma mental- la reina de un reino lejano, Micomicón, del que unos gigantes se han apoderado y a quien él jura liberar de semejante ignominia, poniendo a tan hermosa reina soñada, en su puesto y lugar. Es por tanto una parodia más, de las tantas que aparecen en la novela, de los personajes y fazañas de los clásicos libros de caballerías, de los que -al fondo- hay tanta admiración como discreta burla. Hoy a nadie extrañaría que una travestí se titulase "Micomicona", lo que viene a querer decir que, valerosamente también, muchos travestís luchan ahora mismo entre el sueño y lo real posible. Como esa reina a la que quiso defender don Quijote.
Por Luis Antonio de Villena
En El Quijote, Cervantes se inventó un curioso espejo doble que, según por el lado que se observara, reflejaba sensatos molinos de viento con aspas, o inquietantes gigantes con brazos de casi dos leguas. Cervantes y Sancho, que miraban por el mismo lado, sólo vieron los molinos. Mientras que el Caballero de la Triste Figura, experto en mirar siempre por el lado contrario, vio los gigantes. Hay quien sostiene, sin embargo, que, en realidad, este espejo cervantino tiene un lado único, el que refleja gigantes, y que los molinos no son más que una ficción. Y que Sancho, y también Cervantes, le mintieron al Caballero para tranquilizarlo. Lo cierto es que, desde entonces, a los que ven gigantes suelen recetárseles inmediatamente molinos de viento: nada como un molino de viento para darnos calma, tranquilidad, sosiego.
Por Milena Rodríguez Gutiérrez
© Casa de América. La Casa de América y La estafeta del viento no asumen responsabilidad alguna por las opiniones expresadas por sus editores, redactores y colaboradores.