Cuando a uno lo invaden las luces y las sombras de El Quijote sabe que la vida real está en medio, dándole un ritmo de bodegón al paisaje romántico de la locura. No hay personaje, escena, situación o diálogo de la más alta novela que vieron los siglos en que no siente cátedra de señorío o de humildad la miserable y prodigiosa vida de los hombres, esa triste y brillante máscara que reúne destrucción y plenitud en un mismo bouquet de gestos, y que es capaz de circular por el callejón del desengaño con la misma pagana displicencia con que lo hubiera hecho, y para siempre, Eva por las avenidas del paraíso de no mediar el episodio de la manzana. Locura, sí, pero templada en el yunque de la sublime cotidianidad, de modo que, por arte de magia, puede mutarse en la sagesse de Paul Verlaine a poco que la muerte enseñe los colmillos al otro lado del espejo.
Por Luis Alberto de Cuenca