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En verdad los gigantes de los cuentos me dan pena porque siempre pierden. Pero este Malambruno, con ser cruel y encantador, tuvo más suerte y no conoció su inevitable castigo ante el manchego, dispuesto como estaba éste a afrontar el nuevo desafío que le deparaba el destino. O sea, el encantamiento de la princesa Antonomasia y su recién esposo, el caballero don Clavijo, convertidos en simia y cocodrilo, y el de la condesa Trifaldi o dueña Dolorida y demás dueñas de palacio, barbadas todas por la ira de nuestro gigante. Malambruno había vengado así a su prima la reina Maguncia, del fabuloso reino de Candaya, muerta del disgusto que le produjo aquella boda. Sólo don Quijote podría desencantar a todos y a todas si se aviene "conmigo a las manos en singular batalla", escribió Malambruno. Caballero y escudero, subidos en el magnífico caballo de madera llamado Clavileño, creyeron volar en su busca. Pero la aventura tenía que acabar con ese gesto valiente, pues Malambruno sólo vive en la malvada imaginación de los duques. Clavileño, lleno de tracas, explotó y ardió. Así don Quijote vence y Malambruno, ya bueno y arrepentido, no resulta derrotado. Y los duques siguieron divirtiéndose.
Por Ángeles Mora
Si hemos de dar crédito a los manuscritos apócrifos, tendremos que creer que el aragonés Jerónimo de Pasamonte, más conocido como el autor de El Quijote de Avellaneda, a quien retratara el propio Cervantes en su obra original como el galeote embustero y que a su vez despertara las furias del mismísimo protagonista de la novela llamándolo despectivamente Ginesillo de Paparilla, quiso ir un paso más allá en su odio por el escritor de Alcalá de Henares y, como primero fallase en su intento de apropiarse de la fama de éste al publicar la continuación de la creación original, así como en su posterior y también fallido propósito de asesinarle, una noche desquiciada, como tantas de los plagiarios torturados, le pidió prestada la espada al Caballero de la Triste Figura y se cortó el brazo, pensando que con ello al menos podría ser confundido en pueblos remotos y remotas tabernas con su amigo, con quien otrora compartiera batalla en Lepanto y cárcel en Argel, pero con tan mala fortuna que se amputó el brazo equivocado. Concluyen los manuscritos apócrifos que de Jerónimo o Ginés de Pasamonte o del soldado Avellaneda nunca se volvió a saber nada, salvo una cuarteta encontrada hace poco, quizás la postrera de su autoría, donde se lee: Ni fue Cervantes, ni don Quixote, ni aeda. Ninguno pudo ser el pobre Avellaneda. De su memoria, si existió, ya nada queda. Ni ceniza ni fuego, ni gusano ni seda.
Ramón Cote Baraibar
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