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Don Diego de Miranda, hidalgo cortés y de buena posición, un algo petimetre y un punto pagado de sí mismo, que agasaja a don Quijote en su casa, camino de las justas de Zaragoza. A estas alturas de la segunda parte, es un amable títere más del que se sirve Cervantes para mostrar que la cordura convencional es mucho menos interesante y novelesca que la entreverada locura de don Quijote y Sancho, locos cuerdos y cuerdos locos ya, en todo lo que dicen y emprenden, ya sea desafiar leones con un requesón bajo la celada o endilgar discursos acerca de la caballería andante entendida como ciencia de ciencias.
Por Carlos Marzal
Para espiar el comportamiento de su mujer ante su amigo Lotario, el curioso Anselmo conviene en ocultarse tras las cortinas del recibo de su casa. Una vez al menos consiente en hacerlo, pero es allí donde nuestra memoria lo fija para siempre. Antes ha rogado a su amigo que trate de seducirla, y en su beneficio favorece las ocasiones, sólo para indagar hasta dónde ella puede serle fiel. Se diría que no le interesa tanto la verdad, como su representación, aunque en ello le vaya la honra. Su curiosidad no sabe cómo sofrenar la impertinencia, ni la impertinencia la ruina de los suyos. Obsesivo, temerario, neurótico, el ámbito predilecto de Anselmo es por eso el que lo oculta -aunque sin mucho efecto- para espiar a su mujer y a cuantos se le acercan. De vivir en nuestros días, más que pagar a un detective privado, trataría de verlo todo a través de una cámara escondida. Y hasta se complacería en que de sus penas se hiciese una película: es parte de su mal el disfrute perverso, y cuánto mejor si alguna genial mano buñuelesca le narra sus pesares.
Por Eugenio Montejo
Papá, ¿qué llevaban en la cabeza los caballeros andantes? - Yelmos. - ¿Estás seguro? - Segurísimo. - ¡Ya lo decía yo! Don Quijote tenía razón, y no el barbero. - Hijo, don Quijote estaba loco. - ¿Por qué lo dices? - Porque no llevaba un yelmo, sólo creía que llevaba un yelmo. - También lo creyeron todos los que votaron por él en la venta en contra del barbero. - No, hijo, esto es lo que Cervantes quiere que tú creas. - El profe dice que es un genio. - Genio o no, es un novelista, y los novelistas se lo inventan todo, acaban creyéndoselo y enredando a los demás. - ¿Entonces también están locos los novelistas? - Chico, ¡qué pesado estás! Por eso yo nunca leo novelas.
Por Beatriz de Moura
Alonso Quijano el Bueno vivió y murió en aquel lugar del que Cervantes no quiso acordarse de modo que, como al final de la historia se anota, "todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo". En aquel lugar Alonso Quijano se sueña caballero andante y al final, ya en su lecho de muerte y tras tantas aventuras y desventuras, se declara enemigo de Amadís de Gaula. Murió cuerdo y vivió loco, y en esto aquel Quijano no fue muy diferente a tantos que despiertan de sus sueños acaso tarde y apaleados. El caballero andante venció al tiempo, pero el viejo hidalgo que dicta su testamento al escribano entre los sollozos de la sobrina, del ama y del fiel Sancho Panza, muere vencido. En esa ida y vuelta de los sueños a la realidad acaso haya que buscar la permanencia del Quijote, su contemporaneidad siglo tras siglo. Ese incógnito "lugar de la Mancha" es, en definitiva, el universo. Y el mundo que vive en cada uno de nosotros. Breve, contradictorio, intemporal.
Por Juan Van-Halen
El libro principal de nuestro gran amigo Cervantes me parece hoy, en el fondo, una reivindicación de la realidad, la que de continuo le impone sus términos al protagonista derribándolo, abatiéndolo. Pero quienes la representan -Sancho, el cura, Sansón Carrasco y otros- son menos atrayentes, hasta considerados como anti-héroes, si bien ya se tiende a revisar ese modo de verlos. Ante sus constantes derrotas, don Quijote echa mano de un recurso lamentablemente usual en el ser humano: quitarse culpa, proyectándola en unos personajes invisibles, los encantadores, que "le mudan y truecan" sus cosas al valiente caballero. Pasa así a ser víctima no de la imperiosa realidad, sino de encantamientos. Esa presencia contundente de la realidad es lo más zen del libro. Oponerse a ella y sufrir derrota tras derrota lleva a la cordura. Me interesa este aspecto por lo actual del mecanismo psicológico de la proyección, que suelen usar tanto personas como gobiernos, y por permitirme señalar el hecho de que siempre se ha exaltado el ideal, pero no se ha visto su irrealidad, lo que ha traído consecuencias imaginables.
Por Rafael Cadenas
© Casa de América. La Casa de América y La estafeta del viento no asumen responsabilidad alguna por las opiniones expresadas por sus editores, redactores y colaboradores.