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Leí su historia muchas veces. Y entonces supe. Usted no estaba loco, don Alonso. El loco fui yo, tan conforme con este mundo depravado. Ayudé a quemar casas de su imaginación y sólo ahora sé que usted no inventaba el mundo del pasado sino el que vendrá algún día, digno, libre, felicísimo. Gracias a usted conozco la certidumbre de lo que no se ve y la necesidad de acercarlo con los actos. A punto de irse usted se arrepintió de esa aventura. Lo contradigo una vez más: usted vivió cuerdo y murió loco.
Por Juan Gelman
En el amor no somos todos iguales. Sí, en cambio, deberíamos serlo en nuestra lucha por la libertad, por la defensa de los débiles frente a los poderosos. Aquella que nos protege de nosotros mismos y por eso nos ayuda a recobrar, en caso de pérdida, conciencia de nuestros próximos. Los que buscan la justicia sólo la pueden encontrar en la lucha por su libertad, y para ser libre hace falta también estar un poco loco, como don Quijote. Como Sancho, que al salir del brete del encontronazo de su caballero con los disciplinantes le confiesa a Juana, su mujer, que no hay cosa más gustosa en el mundo que ser hombre honrado escudero de un caballero andante buscador de aventuras. Nuestro libro es el mejor amigo de los solitarios, de los sin amigo.
Por Manuel Borrás
Esta entrada debería ir en blanco, o en cristal con azogue, porque es costumbre que cada lector invente sus propias definiciones de don Quijote. Tan fértil y apasionada inventiva resulta posible gracias a que nadie sabe quién es don Quijote, ni siquiera él mismo, aunque se lo crea. Desconcierta a todo el mundo, incluso al Caballero del Verde Gabán, uno de los personajes más sensatos de la novela. Quizá fuese Cervantes el que menos llegara a saber quién era don Quijote. Creó un personaje diseñado para desacreditar las novelas de caballerías, y ese personaje se le escapó de las manos, representando y haciendo cosas que él seguramente no había previsto. Los lectores encontraron después con razón muchas de esas cosas en el libro. Otras muchas están por descubrir. Don Quijote es así el verdadero, constante, siempre roto y siempre recompuesto, Caballero de los Espejos. Una gran parte de la humanidad ve en él la proyección de su propia imagen.
Por Ángel González
"Ámbar y algalia entre algodones, señora de mi alma, Dulcinea, flor de la hermosura, la dulce mi enemiga, sobre las bellas bella, única señora de mis más escondidos pensamientos, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío, dulce prenda de mi mayor amargura, nata de los donaires": De estas maneras -entre otras- define don Quijote a Dulcinea. Ella nunca aparece, ellas es la ausente que siempre está presente, ella es el amor imposible perfecto. Don Quijote nunca la ha visto, pero muerto sois, lector, si no confesáis que la sin par Dulcinea del Toboso es la más bella y además de esto habéis de prometer de ir a la ciudad de Toboso y presentaros en su presencia de mi parte para que haga de vos lo que más en voluntad le viniere. Dos hipótesis finales: una, ¿loco don Quijote? Todo enamorado ve como una Dulcinea a su Aldonza Lorenzo. Dos: Dulcinea es la amante de Cide Hamete Benengeli.
Por Darío Jaramillo Agudelo
Doctos en pillerías y artimañas, el prójimo les vale exclusivamente para cultivar prepotencia y vejaciones. Ocupados en hacer de sus servidores cómplices, son incapaces de paladear la magia prodigiosa propia de don Quijote y Sancho, diana de sus burlas. Ante ellos falsean, denigran y ríen, vista su propia ineptitud para superar al de la imaginación, cuya libertad desdeñan, con el fatuo ejercicio de sus guasas humillantes. Arropados en soberbia, les pasa inadvertido que sólo fantasía e ilusión, vuelo poético, nutrientes sancho-quijotescos, hacen posible el pergeñar finas cartas y prudentes sobre el buen gobierno, el bien gobernar en la ínsula (pocos más lo han logrado después en cualquier otro lugar) y matrimoniar a una ofendida que el mismo duque, sórdido como los tufos palaciegos, deja indefensa. Risa ducal, signo inequívoco de que la insolencia de los poderosos menosprecia el mejor vino de la vida, el de recrearla y cambiarle alguna vez la faz ignominiosa y opresiva. Pero, baldados para abrevar en los sueños, creen ridiculizar a los otros cuando en verdad, aunque no se percaten, son ellos quienes se afrentan: sus carcajadas no delatan humor sino vileza.
Por Joaquín Marta Sosa
© Casa de América. La Casa de América y La estafeta del viento no asumen responsabilidad alguna por las opiniones expresadas por sus editores, redactores y colaboradores.