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Aunque se trata de un personaje secundario que no aparece hasta el inicio de la segunda parte, cuando se burla de don Quijote y Sancho Panza afirmando haber leído ya sus aventuras en libros donde se cuenta “la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”, el bachiller Sansón Carrasco es sumamente significativo. Siempre me resultó interesante como ejemplificación de la ironía con que Cervantes enfrenta la supuesta superioridad del saber “universitario” sobre el del común de los mortales (Sancho) o del saber resultante de un aprendizaje “no reglado” que representa Alonso Quijano. También creo sintomático que su utilización, a la contra, del conocimiento de la lógica del género, subraye el carácter conservador que ese “saber universitario” implica, no sólo por la connivencia del bachiller con las fuerzas vivas (el cura y el barbero), sino por su incapacidad para comprender lo que, para mí es fundamental en El Quijote, el poder de la literatura (aunque sea la de caballerías) para crear una mirada que intente cambiar el mundo, en lugar de someterse a él. En ese sentido, es coherente que el personaje no aparezca hasta que lo metaliterario (la novela de 1615 como “lectura”, no sólo de la primera parte, sino también de la de Avellaneda) se constituya en hilo rector del conjunto.
Por Jenaro Talens
Dícese del célebre ungüento que don Quijote usaba para aplacar los descalabros del alma y de las carnes. No se le conoce recipiente, no lo atesoran almirez ni cofre ni redoma. Alguien juntó agua clara, hueso molido, saliva de dueña y unas barbas de nube muy azul, y desde entonces el milagro fluye sanador por las venas del hombre. El bálsamo de Fierabrás no necesita de emplastos, porque llega desde adentro y corre hacia la herida con su venda dispuesta. Se le ha visto recomponer orgullos y fémures, dolencias lúbricas, desengaños del corazón. El bálsamo de Fierabrás no se vende en botica, lo trae la misma espada que desgarra, lo inocula junto a su veneno la sierpe del desamor. Somos fuertes por él, por él somos valientes. No nos falte en la sangre su luminosa gota, y batallas nos den hasta aburrir.
Por Vicente Gallego
Hay algo de iniciático en la llegada de don Quijote a Barcelona. Para ello sigue "caminos desusados, por atajos y sendas encubiertos" y aparece en la playa durante la negra noche de san Juan. Todavía hoy Barcelona y los pueblos de Cataluña se llenan de hogueras rituales esa noche. Don Quijote se queda en silencio, sin tan siquiera bajar del caballo, mirando hacia el mar que seguramente destella para él de vez en cuando como el lomo de otra inquietante montura. Permanece ahí escuchando el oleaje hasta que el alba empieza a teñir el cielo detrás del horizonte, y puede ver por vez primera -tan próxima ya su muerte- surgir el sol desde detrás del mar. Imagino su asombro ante la ciudad ausente, esa mitad de las ciudades costeras que nunca existió, esa media ciudad cuyo lugar ocupa el mar. Es el asombro de la España interior ante la España marítima, un asombro que tantos no han resuelto todavía y que hace que sigan mirando, sin bajar del caballo, el sol que sale desde el mar en Barcelona.
Por Joan Margarit
Cuando a Amadís, el non plus ultra de la andante caballería, su amada Oriana le dio con la puerta en las narices, decidió retirarse del mundo, no servir más a mujer, cambiar de nombre, de oficio y de religión. A partir de entonces sería Beltenebros, viviría en la remota cabaña de un amigo, allá por la Peña Pobre, y sólo volvería a la ciudad para vengarse de Oriana seduciendo a sus amantes. Cuando don Quijote, cansado de jugar a ser don Quijote, de rodar por los polvorientos caminos sin más compañía que la de un rústico deslenguado, decidió ser otro, no quiso ser el admirado Amadís, la flor de los caballeros, sino su seductora metamorfosis, Beltenebros, "nombre, por cierto, significativo". Significativo, ¿de qué? De algo bello y tenebroso. Cuando Bergamín, ingenioso chisgarabís, quiso descubrir el tesoro de duende de la poesía, antes de adentrarse por una selva de citas y de paradojas -"tinieblas es la luz cuando hay luz sola"- se puso la máscara de Beltenebros. En algún azaroso risco, Amadís, don Quijote y Bergamín, tres caballeros de lo imposible y un solo enigma verdadero, entretienen el tiempo sin tiempo de la inmortalidad jugando a los dados con una calavera mientras junto a ellos, volcado y olvidado, bosteza el cofre del tesoro. También Dios, en sus malas noches de insomnio, sueña con volverse del revés y ser Lucifer, el más bello y tenebroso Beltenebros.
Por José Luis García Martín
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