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La independencia, para mí, tiene un sentido sobre todo, espiritual. Me sería muy difícil sufrir transformaciones anímicas, si no fuese independiente.
La independencia no existe fuera de mí: existe por mis actos, mis elecciones, mis criterios. Trasciende el pasado y el presente. Llega al futuro y también lo trasciende. Sin ella, seríamos meros títeres de nuestro destino. Con ella, nos asombramos a cada instante, de nosotros mismos, de nuestra evolución a veces silenciosa, de cómo podemos cambiar sin traicionaros, sin traicionarla a ella, que es nuestro acicate, nuestra luz, la fuerza que nos empuja hacia la libertad.
No hay que tenerle miedo a la independencia: es difícil, pero se puede alcanzar. No importa si uno está ya al final de su vida y aún no se ha atrevido. Siempre hay tiempo. Es un deber para ellos, para nuestro planeta, para nosotros mismos, para los que vienen detrás.
Enhorabuena si uno nace y vive en el seno de un país que no depende de otro. Pero, en este momento, pienso en nuestro José María Eguren, (1874-1942), en el hecho hipotético de que hubiera nacido en el Perú un siglo antes, y conjeturar que a la sazón fuera él por adelantado un ciudadano libre, mejor dicho libérrimo, en razón de que está viviendo bajo los dictados de su fantasía personal, exactamente como le ocurrió en la vida real. Su país estaba dentro del alma, tal como años más tarde dijo Marc Chagall de sí mismo. Y más aún -añado-, el mundo sublunar se albergaba dentro de su mente, porque Eguren nunca tuvo necesidad de salir de Lima.
Una escritora independiente
Me despierto a las siete de una mañana invernal; todavía está oscuro y hace frío en la habitación, de modo que oprimo el conmutador, y enciendo la luz: primera dependencia, de la compañía energética que la suministra. Es la misma que me permite encender la estufa eléctrica. Voy a la cocina. Enciendo el gas para prepararme el desayuno; qué bueno, soy una mujer independiente que depende del gas. Después, voy al baño, abro el grifo de la ducha. Una ducha bien calentita, mujer independiente: dependes de la compañía que suministra el agua. Bajo a hacer las compras. El mercado está abierto: la mujer independiente depende del panadero, que hace el pan, del horticultor, que plantó y recogió tomates, del pescador que salió al mar y de los camiones que distribuyen la fruta. Compro el diario. Sin impresoras, no habría diarios. Y si hay diarios, mujer independiente, es porque hay árboles que talar. En total, creo que he gastado quince euros. ¿De dónde han salido los quince euros de la mujer independiente? De la última lectura que hice de mis poemas, en un palacio hoy convertido en museo: me ha pagado una subvención del Ministerio de Cultura, o sea, los ciudadanos y ciudadanas de este país. Poesía a cambio de luz eléctrica, tomates y agua corriente: sin lectores, no hay poesía.
Vuelvo a mi casa. El ascensor está roto. Debo de subir hasta el décimo, por la escalera que diseñó un innominado constructor; pero tengo un nervio pinzado, por tanto, no puedo subir: dependo de mi cuerpo. Y mi cuerpo, a veces, se rebela. No puedo subir ni bajar y no arreglarán el ascensor hasta el lunes, porque es viernes al mediodía.
Llamo a una amiga porque yo tengo móvil y ella también. Le pido permiso para ir hasta su casa, porque no puedo subir hasta la mía. Me contesta que lo siente, pero en este momento está a punto de irse de fin de semana al pueblo.
Me voy al hotel de la esquina. Por suerte, tengo tarjeta de crédito y carné de identidad.
Cuando entro a la habitación, puedo elegir entre meterme en la cama o mirar la televisión. Y si miro la televisión, tengo la independencia como para elegir un canal u otro.
© Casa de América. La Casa de América y La estafeta del viento no asumen responsabilidad alguna por las opiniones expresadas por sus editores, redactores y colaboradores.