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José Manuel Caballero Bonald, por Gorka Lejarcegi

Actualización: 01/02/2012

Autobibliografía

Por José Manuel Caballero Bonald

"(...) los libros que he ido leyendo desde mi ya remota infancia constituyen como una especie de espejo múltiple donde me veo frecuentemente reflejado y donde a veces no consigo reconocerme del todo."

Espigando a ciegas

Por el camino de la libertad

Los poetas del 27

Deslumbrado por Góngora

Inclinación por la novela

El placer de releer

 

Es cierto que la biografía de un escritor está tan estrechamente vinculada a los libros que ha escrito como a los que ha leído. Los años y los libros tienen en este sentido una relación muy estrecha. Autobiografía y autobibliografía pueden llegar a ser en este caso términos fácilmente intercambiables. Tampoco es que comparta aquella afirmación excesiva de Borges a propósito de que él se enorgullecía de los libros que había leído mientras otros se jactaban de los que habían escrito. Yo no llego a tanto, no soy tan pretencioso, pero los libros que he ido leyendo desde mi ya remota infancia constituyen como una especie de espejo múltiple donde me veo frecuentemente reflejado y donde a veces no consigo reconocerme del todo. Sea como fuere, en esos libros se alojan no pocos de mis descubrimientos de la vida precisamente porque también en esos libros descubrí otras vidas. El espacio que ocupan viene a ser como el espacio natural de mi biografía de escritor. Pero, ¿qué libro o qué libros fueron realmente los que primero alcanzaron a seducirme, los que se convirtieron de hecho en el origen de mi educación literaria?

Yo fui un lector bastante precoz. Quizá por eso no oficié demasiado pronto como aprendiz de poeta. Prefería leer antes que aspirar a ser leído. Recuerdo muy bien aquellos años de adolescente y aquellas lecturas nunca olvidadas. Para muchos escritores las horas más emocionantes de la infancia remiten a ciertas lectura primerizas, al encuentro con algún libro que luego se convertiría en inolvidable. A mí también me ocurrió algo parecido. El acto de la lectura, el simple hecho de elegir un libro y aislarme con él para compartir no sabía qué emociones, ya tenía algo de ceremonia particularmente placentera. Nunca he olvidado a aquel incipiente lector un poco retraído, un poco desconcertado, crecido en la hostilidad ambiental y en las alarmas de un tiempo temible, cuando quizá buscara en un libro lo que aquel infortunio histórico de la guerra -o de la inmediata posguerra- le impedía alcanzar.

 

En la pequeña biblioteca de mi casa paterna -no más de medio millar de libros, mayormente de química y de historia-, había también algunas novelas decimonónicas de escaso relieve y algunos ejemplos parciales de la poesía romántica y realista. Yo iba espigando a ciegas entre esos libros que sólo leía muy por encima, pero en los que de pronto descubría como un raro atractivo, una especie de sensación de que algo había allí que me ofrecía la posibilidad de acceder a un mundo ignorado y excitante. En el colegio, en aquellos primeros años de bachillerato, nos habían hecho aprender de memoria algunas sencillas composiciones poéticas del Siglo de Oro -fray Luis, Góngora, Lope, Baltasar del Alcázar-, aparte de la inevitable Canción del pirata de Espronceda y de alguna letrilla más o menos patriótica. Pero nada de aquello me produjo ningún especial interés, no sé si porque eran lecturas obligadas o porque los textos seleccionados me resultaban poco satisfactorios. A lo que me aficioné de un modo más bien inconstante fue a las aventuras galácticas de Flax Gordon o a las andanzas de un enigmático vengador apodado La Sombra. Una afición, sin embargo, que no pasó del normal y pasajero contagio de las comics más divulgados por aquellos años.

Entre los libros que fui encontrando por ahí, leí un día uno que me sedujo de manera desusada: El rey del mar, de Salgari. Las hazañas heroicas de Sandokán, los magníficos lances de aquel pirata justiciero me parecieron de lo más fascinantes. Esos consabidos conceptos de la libertad del navegante, de la mar como única patria, del amor como destino intrépido, se convirtieron en otros tantos nutrientes de mi fantasía. Mi devoción por las novelas de aventuras ambientadas en el mar viene probablemente de ahí y de ahí arranca mis primeros descubrimientos del mundo fuera de las vigilancias domésticas. Unos hábitos de índole sensitiva que se acrecentaron cuando cayó en mis manos un libro que significó mucho en mi etapa de aprendiz de escritor: El Lobo de mar, de Jack London. El protagonista de esta novela de aventuras, el Lobo Larsen, pasó a ser el prototipo del navegante cuyas peripecias, entre despiadadas y enigmáticas, merecían al menos el privilegio de ser imitadas.

Esas lecturas de novelas de tema náutico se fueron ampliando bien pronto a Melville, Conrad, Stevenson y a tanto llegó mi devoción que un día, de pronto, decidí estudiar Náutica para embarcarme como piloto de altura y poder emular así las hazañas de esos héroes novelescos. Luego, todo eso se vio frustrado, no por la dura realidad del oficio de marino sino porque -como casi todos los adolescentes de la posguerra- padecí una afección pulmonar y, entre aires y meditaciones de sanatorio, acepté la evidencia de que mi salud no daba para muchas navegaciones. Me imagino que fue más o menos durante aquella larga temporada de reposo cuando comprendí que, si quería ser escritor, era porque mis lecturas me habían proporcionado también una querencia poderosa: parecerme a quienes escribían los libros que más me gustaban, esto es, escribir historias a la manera de mis escritores predilectos.

 

Quizá fue entonces cuando cambiaron de algún modo mis inclinaciones literarias. No es que seleccionara con una mínima exigencia mis lecturas, pero sí debí sacar algunas conclusiones sobre mis gustos. Por lo pronto, me convencí de una vez por todas -creo yo- que un libro es un acompañante fiel y disponible, un confidente siempre dispuesto no ya a mostrarnos una y otra vez su intimidad, sino a oírnos. Su capacidad dialogante jamás se agota. Quien lee vive más, nunca está solo. Pienso que todo eso fue no fue más que el resultado de un largo proceso de intuiciones, pero acabé convencido de que leer equivale a vivir una aventura de múltiples compensaciones imaginativas, y que esa variedad de sensaciones y sugerencias, contribuía en definitiva a guiarnos por el camino de la libertad. Y si un libro no nos enseña algo, si no nos agrada o nos divierte, siempre quedará la opción de buscar otro. Estaba seguro que había muchas personas que, en el momento oportuno, escogerían un libro como quien escoge el itinerario de un viaje y se internarían por él sabiendo que allí les aguardaba una aventura desconocida, un mundo cuya presunta fascinación ellos podían encargarse de interpretar a su modo y asimilar como un espectáculo por ellos mismos programado. Es como si el lector pudiese ir de hecho más allá que el autor, descubriendo en cierto modo lo que éste sólo quizá inconscientemente apuntara. Sin esa contribución fructífera, ningún libro alcanzaría su más propio destino: el de servir de fértil alianza entre quien escribe y quien lee. De no ser así, el acto creador de la escritura quedaría incompleto: el lector justifica la literatura.

Es posible que todo esto lo piense ahora y que lo más seguro es que en aquella enfermiza etapa de reposo leyera de un modo desordenado y sin ninguna previa orientación selectiva, que es lo que suele ocurrir. En cualquier caso, lo que ahora me importa destacar es un episodio que influyó decisivamente no ya en la efectividad de mis lecturas sino en mi vocación de escritor. Lo cuento. En mi Jerez nativo también había un viejo y erudito republicano que había conseguido salvar de la quema una estimable biblioteca. Era amigo de mi familia y, cuando supo que yo andaba con averías en el pecho y me gustaba leer, me llevó a casa en calidad de préstamo -actitud insólita en un bibliófilo- dos libros: la antología Poesía española, de Gerardo Diego, y la Segunda antología poética, de Juan Ramón Jiménez. Dos libros que tuvieron para mí el valor de un punto de partida, de un modelo inicial que me mostró, al margen de todas las precedentes lecciones literarias, una hermosa y desconocida manera de interpretar la vida, de enaltecer la experiencia por medio de la palabra. Juan Ramón supuso el descubrimiento de otro horizonte estético, de otra sensibilidad ante la poesía, de otra forma de buscarle a la experiencia vivida su equivalencia lingüística. Ese libro excepcional -la Segunda antología poética- me ha acompañado sin fisuras desde aquellos finales años juveniles hasta este ya muy frecuentado arrabal de senectud.

 

En la antología de Diego encontré asimismo una serie de pistas preciosas para salir del atolladero literario en el que andaba metido, si es que andaba metido en algo que no fuera la melancolía del convaleciente. Allí me empecé a familiarizar con los poetas del 27: primero con Cernuda y García Lorca, y enseguida con Guillén, Salinas, Aleixandre, Alberti... Esas lecturas me conmovían, me producían una emoción tan diferente a la de mis anteriores emociones de lector, que puedo fijar que fue ahí donde empezó a cristalizarse de hecho mi afición poética. Si no hubiese sido lector de esos poetas mi trayectoria literaria habría sido muy distinta a como ha sido. Quiero decir que yo comencé a escribir poesía porque primero fui lector de esa poesía.

De mi paso por las facultades de Filosofía y Letras de Sevilla y Madrid sólo me queda el rastro de unas pocas lecturas memorables. Más de una vez se ha dicho que siempre se escriben aquellos libros que a uno le gustaría leer. La aseveración también sirve invirtiendo los términos: siempre se leen los libros que a uno le gustaría escribir. Quizá por eso mis años universitarios están marcados -desde un enfoque meramente literario- por una serie de lecturas que suplían en cierto modo mi todavía incierta capacidad para la escritura. El índice de obras que me abrieron puertas fue de muy varia índole. Más que a alguna expresa recomendación docente o a mis directas pesquisas en la expurgada biblioteca de la Facultad de Sevilla, no pocas de mis lecturas de entonces procedían de préstamos de amigos que disponían de libros vetados por la censura o de exploraciones fugaces en la trastienda de alguna librería. Tal fue el caso de dos de los libros de los que me considero más deudor: La realidad y el deseo, de Cernuda, y Residencia en la tierra, de Neruda, que me proporcionaron nuevas y ya imborrables fuentes de enriquecimiento y unas lecciones poéticas íntimamente asociadas a la de Juan Ramón y algún otro poeta del 27: García Lorca, Salinas, Aleixandre...

Conservo una especie de confusa mezcla de datos a propósito de las lecturas exigidas en los cursos de comunes de la Facultad. Mis recuerdos se enmarañan y apenas si consigo sacar a flote una conclusión aprovechable. Pero hay unos pocos títulos que remiten a aquellos años y que han perseverado como otros tantos ejemplos de lo que entonces, al margen de las aulas, me impresionó muy vivamente. Es un arco que va -nada menos- de la Grecia heroica a la España barroca y en cuyos extremos podrían situarse la Odisea de Homero y las Soledades de Góngora. La Odisea me sedujo desde un principio, sobre todo por los modales poéticos del narrador de las aventuras de Ulises. Un tono y un tema que me hizo recuperar mi precedente afición a la novela de ambiente marítimo, acrecentado ahora por la espléndida fantasía homérica.

 

En cuanto a las Soledades, sí puedo hablar de auténtico deslumbramiento. Góngora sigue siendo para mí todo un paradigma, el modelo insuperable de una avanzada estética ejemplar. En las Soledades -y en el Polifemo- se concentra como una obsesión ininterrumpida por irle inventando sustituciones al mundo real. La escritura se convierte así en la quintaesencia de la imaginación. Ese ansia extrema por alcanzar la sublimación de lo trivial, pudo conducir a una complejidad excesiva, agobiante por momentos, pero también a la sugestión ante una extraordinaria obra de arte. Muchas veces me perdía como lector -aún me pierdo- por la intrincada selva de las Soledades, pero de pronto aparecía un claro, una iluminación, un prodigio verbal absolutamente incomparable. Y eso me hacía entender por qué los poetas del 27 rescataron a Góngora de los desprecios y diatribas a que había estado sometido por espacio de tres siglos, situándolo en el espacio estético que le correspondía dentro del cuadro general de las literaturas europeas. Bien mirado, Góngora era un desobediente y yo creo que la gran literatura está hecha por grandes desobedientes.

Quero recordar que fue entonces cuando leí con fervor renovado las poesías de San Juan de la Cruz, uno de los hechos fundamentales de muestra literatura clásica. La aparente simplicidad de esta poesía, su manifiesta brevedad, quedan vinculadas al profundo secreto, a la exquisita interiorización, a la delicadeza verbal de una experiencia que va más allá incluso de su alcance místico. Leer, releer esos poemas equivale a vivirlos cada vez con una nueva y rara sensación de plenitud. Eso es al menos lo que me pasó hace medio siglo y lo me sigue pasando a estas alturas del milenio.

Se me hace muy difícil, y no creo que valga la pena, establecer una cronología bibliográfica referente a mi formación como escritor. Si lo pienso objetivamente y si miro a lo lejos, no veo más que una profusión de títulos amontonados en mi memoria sin orden ni concierto, una especie de relación heterogénea que, por otra parte, resulta bastante normal. Pero si me sitúo en los años en que me trasladé a Madrid, hay dos libros que destacan de manera singular, que continúan ostentando el rango de lecturas perdurables; por ejemplo, los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke (en la traducción, por cierto, de Francisco Ayala), y La casa encendida, de Luis Rosales. Sin duda que son libros muy distintos, leídos en circunstancias muy diferentes, pero unidos por una idéntica y placentera evocación. Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge son, como bien se sabe, una biografía simbólica y una declaración de principios estéticos, con los que he mantenido una manifiesta fidelidad.

De La casa encendida, de Rosales, aprendí mucho durante el primer tramo de mi trabajo como poeta. Nunca he dejado de reconocerlo y creo además que ese libro, junto a Espacio de Juan Ramón Jiménez, marca la cumbre de la poesía narrativa española del siglo XX. La singularidad expresiva de Rosales, su método de conocimiento de la realidad, su misma sorprendente adjetivación, me sirvieron para ir buscándome a mí mismo. Como también me ocurrió en esos años con Rimbaud, con Baudelaire, con casi todos los simbolistas franceses, sin olvidar a César Vallejo, cuyo hechizo en ningún momento ha dejado de afectarme de una u otra manera.

 

Dentro del desarrollo de mis actividades literarias, hubo un momento en que me incliné más -como lector y como escritor- por la novela. Fue un cambio que me sobrevino de repente y que, como cualquier cambio de esa naturaleza, ocurrió sin ningún motivo razonable. Era como si hubiese perdido la fe en la poesía -si se me permite el desliz-, como si se hubiese producido una súbita mudanza en mi estado de ánimo y descreyera de la efectividad humana y artística de un poema. Supongo que todo eso coincidió con alguna debilidad de mi sistema inmunológico contra la contaminación de la moda. O contra cualquier eventual espejismo. El caso fue que leí ávidamente novelas porque también me dediqué a escribirlas. No sé si tiene mucho sentido hablar de esa simultaneidad, que tal vez esté relacionada con algo en lo que también debí cavilar entonces: en ese consabido círculo que une al autor con el lector y que completa el sentido último de la creación literaria. O lo que es lo mismo: la evidencia de que el lector es, en última instancia, quien recrea, interpreta a su modo, da un sentido personal a lo que el autor se propuso comunicarle.

Bien. Fue mucho lo que leí entonces, pero hay algunos libros que tal vez deba destacar sobre los otros, no por otra cosa que por lo que tuvieron de formas distintas de enseñarme a entender la narrativa. Por ejemplo, La metamorfosis, de Kafka; El ruedo ibérico de Valle-Inclán; ¡Absalón, Absalón!, de Faulkner, o La náusea, de Sartre. Más o menos por este orden, o por este desarreglo. Ni siquiera hace falta señalar el carácter heterogéneo, disparejo de esas cuatro referencias a mis hábitos literarios. Creo que la divergencia estética de esos ejemplos define muy bien la pluralidad de mis opciones narrativas. También podría hablar en este sentido de otras predilecciones mías -muy especiales- en relación con la gran novela iberoamericana -Onetti, Rulfo, Carpentier, Guimaraes Rosa, Lezama, García Márquez, algo de Cortázar, algo de Vargas Llosa...-, una tradición a la que siento muy próximo, no ya porque mi padre fuese cubano y yo haya vivido tres años en Bogotá y casi uno en La Habana, y porque algunos de mis primeros grandes amigos escritores fueron latinoamericanos, sino por una profunda identificación estética.

Me importa reiterar que esas novelas tan diferentes corroboran la aceptación sin reservas de modelos incluso dispares, aunque no era exactamente una cuestión de eclecticismo sino de curiosa diversificación del gusto. Un argumento que también puede servirme ahora para justificar ese otro -y ya reciente- cambio de perspectivas en mi trabajo creador. Del mismo modo que me había centrado con atención perseverante en la novela -o en las memorias noveladas-, regresé después con un entusiasmo casi excluyente a la poesía. Los motivos podían ser tan arbitrarios y extremosos como los precedentes. Se conoce que, ya de viejo, me he ido identificando con un principio verdaderamente sabi

o: el de la incertidumbre. El caso fue que de pronto, casi sin previo aviso, me volvió la fe en la poesía, recuperé un estado de ánimo y un deseo que ya daba por extinguidos. Y me dediqué nuevamente a la lectura de poetas a los que no frecuentaba desde hacía tiempo -los barrocos castellanos, los románticos anglosajones, los simbolistas franceses-, convenciéndome una vez más que en un poema radica la máxima temperatura que puede alcanzarse manejando el instrumento del idioma.

 

Ahora ya, con los años, me dedico a releer más que a leer. Los placeres prohibidos de Cernuda o El llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Lorca, son dos ejemplos -entre otros- de esa actitud, siempre un poco equidistante del romanticismo y el surrealismo, que tampoco son preferencias tan distantes como parece. La relectura es desde luego un ejercicio sumamente remunerativo. Decía Onetti que le gustaría padecer de amnesia para leer de nuevo, como si fuese la primera vez, los libros que más lo habían cautivado. No es mala idea. Releer a los grandes escritores universales me sigue pareciendo una inmejorable excusa para sortear el peligro del desánimo. Todos esos citados escritores, y aquellos a los que no he recordado por consabidos, siguen siendo realmente los que más me ayudaron a vivir y a escribir. Sólo añadiré que los autores que figuran en la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo, vienen a coincidir en muy buen medida con los que yo considero más eminentes escritores de nuestros últimos cinco siglos. Ya dije antes con otras palabras que los grandes escritores suelen ser también grandes heterodoxos. Y por ahí ando yo todavía a ver qué pasa.

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